De pronto arranca la memoria,
 sin fondos de origen perdido;
 muy niño viéndome una tarde
 en el espejo de un armario
 con doble luz enajenada
 por el iris de sus biseles,
 decidí que aquello lo había
 de recordar, y lo aferré,
 y desde ahí empieza mi mundo,
 con un piso destartaado,
 las vagas personas mayores
 y los miedos en el pasillo.
 Años y años pasaron luego
 y al mirar atrás, allá estaba
 la escena en que, hombrecito audaz,
 desembarqué en mí, conquistándome.
 Hasta que un día, bruscamente,
 vi que esa estampa inaugural
 no se fundó porque una tarde
 se hizo mágica en un espejo,
 sino por un toque, más leve,
 pero que era todo mi ser:
 el haberme puesto a mí mismo
 en el espejo del lenguaje
 doblando sobre sí el hablar,
 diciéndome que lo diriía,
 para siempre vuelto palabra,
 mía y ya extraña, aquel momento.
 Pero cuando lo comprendí
 era ya mayor, hombre de libros,
 y acaso fue porque en alguno
 leí la gran perogrullada:
 que no hay más mente que el lenguaje,
 y pensamos solo al hablar,
 y no queda más mundo vivo
 tras las tierras de la palabra.
 Hasta entonces, niño y muchacho,
 creí que hablar era un juguete,
 algo añadido, una herramienta,
 un ropaje sobre las cosas,
 un caballo con que correr
 por el mundo, terrible y rico,
 o un estorbo en que se aludía
 a lo lejos, a ideas vagas:
 ahora, de pronto, lo era todo,
 igual que el ser de carne y hueso,
 nuestra ración de realidad,
 el mismo ser hombre, poco o mucho.
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